Saturday, January 28, 2006

Reflejo insumiso (II-V)

Reflejo insumiso II

La cópula y los espejos son abominables...
J. L. B.

El reflejo iba y venía según su antojo. Parecía llevar una vida propia, con relaciones, horarios, citas, parrandas: en sus ocasionales visitas, llegué a verlo demacrado por la fatiga y el desvelo, o feliz. Seguí evitando el espejo, pues suponía que sobreexponer mi cara a esa imagen, acabaría transformándola, por convencimiento, por asimilación. Pero luego tuve que dar marcha atrás, por una idea más perturbadora: había creido ser un observador involuntario, inevitable, pero muy probablemente yo era visto y espiado descaradamente. Cambié mi actitud. Tal vez lo más normal en estas circunstancias hubiera sido echar encima de los espejos una manta que cegara cualquier posibilidad de ser observado, pero, enfurecido por mi ingenuidad y por sentirme invadido, por mi frustración, decidí encarar, retar. Vigía de mi mismo, cazador de mi imagen trastornada, comencé a llevar un pequeño espejo a todas partes, y lo consultaba regularmente. Comprendí entonces algunas de las reacciones del reflejo, sus estallidos iracundos, sus silenciosos griteríos, su mirada cargada de odio, y su necesidad de trivializarme, parodiándome.

Reflejo insumiso III

Wearing feeling in our faces while our faces take a rest
Peter Gabriel

Naturalmente, mis hábitos cambiaron: descuidé trabajo y amistades. Comencé a llamar la atención en donde me encontrara, por la extraña costumbre de mirar regularmente el espejo, como los impacientes apuran el tiempo oteando su reloj.
Fue inevitable renunciar la trabajo, a la vida. Me recluí en casa. Con mis ahorros adecuadamente invertidos, podía vivir frugalmente. Bastaron mínimos arreglos para convenir los depósitos regulares y para que el dueño de una tienda cercana me llevara regularmente víveres a la puerta.
El solitario carece de rostro; en en mi retiro conseguí una paz mediocre resquebrajada por los mínimos sobresaltos de mi imagen. Ya acostumbrados a mis negativas, amigos y conocidos dejaron de invitarme a sus fiestas y reuniones, primero, y luego dejaron de buscarme. El silencio y la soledad eran totales, o casi. Una sola llamada telefónica comencé a recibir con regularidad.
Era ella.

Reflejo insumiso IV
¿Está el gato vivo o muerto?
Erwin Schrödinger

Sin Laura... sin Laura...
Raphael, el divo de Alicante

Mi relación con Laura se remonta a la edad escolar. Los detalles son innecesarios: con ella respeté la historia tradicional del enamoramiento adolescente, idealista por inepto, y menos platónico que auténticamente pordiosero. Al cabo de algunos años, hastiado de esa relación tóxica y aficionada al sufrimiento, había intentado repelerla. Con la misma facilidad con que antes había ignorado mis súplicas ardorosas, ignoró mis insultos y desdenes. Me resigné a verla una vez al año. Entendí que su vanidad aún vivía de la modesta gloria de haber sido una vez endiosada. Sin importar qué le dijera ni cómo la despreciara, después de nuestros encuentros ella se iba satisfecha: había recibido su módica ofrenda.
Y ahora volvía a aparecer. Sabía que era inútil darle largas o dejarla plantada. Me seguiría, me encontraría y sólo descansaría después de verme. Decidí, pues, citarla en un café anodino. Iría, le presentaría el nuevo rostro, si acaso ella lograba reconocerme.
Llegué a nuestra cita con anticipación. Ella apareció después, tarde. Me reconoció de inmediato.
Luego de los usuales saludos y cortesías, Laura se sentó y bebió café y fumó con avidez. Laura se desenvolvió y volvió a representarse como la conocí, idolatrada. Me narró su vida, tal vez para que la compadeciera y la admirara. Yo la escuché, asombrado, pero en esta ocasión no de ella, sino de su absurda ceguera. Comencé a sentir ira; me sentía burlado, ignorado. Entonces, azoté la mesa, mostré una credencial antigua con mi retrato y le dije que viera, que ya no era el mismo.
Ella tomó la credencial, la miró desdeñosamente y comentó con ironía:
--El de la foto se ve más pequeño.
Exhaltado aún, le conté mi historia. Ella escuchó, notoriamente molesta. Cuando terminé, sacó su estuche de maquillaje y orientó el espejo hacia mí.
El espejo cayó al suelo, haciéndose añicos con un ruido parecido al chillido de una rata.

El reflejo insumiso V

¿Quién es ese tercero que siempre va a tu lado?
T. S. Elliot

Platicamos largamente. El tiempo pareció no pasar. Conjeturamos teorías sobre el extraño fenómeno. Laura sugirió que detrás de los espejos podían desarrollarse vidas casi idénticas a la nuestra, de un paralelismo casi perfecto; el supuesto reflejo era en realidad una ventana. En mi caso el paralelismo se había roto. Yo le repliqué: no había ocurrido un cambio súbito, como si un impostor ineficaz hubiera usurpado un lugar que no le correspondía, sino que había ocurrido una transformación. Recuerdo que algo comenté sobre dimensiones y sobre física y leyendas chinas. Ella se encogió de hombros y mencionó los vampiros y Dorian Gray.
La noche cayó sobre nosotros sin darnos cuenta. Era hora de despedirnos según el proceloso ritual de nuestros encuentros. No quería dejarla ir. Ella decidió quedarse conmigo esa noche, para cuidarme: me veía alterado. Esa noche Laura durmió conmigo. Durmió conmigo las siguientes noches.
No hace mucho Laura se ha mudado a mi casa. Con su equipaje llevó un elenco de espejos, y los repartió por nuestro cuarto. Incluso colgó uno del techo, como en los hoteles de paso. Dice divertirse con esa inocente práctica erótica. No supe cómo reprochárselo.
Sé que Laura duerme después que yo. Me abraza y, en ocasiones, me despiertan sus besos tenues y sus declaraciones musitadas. El horror de verme con ella con un rostro distinto me obliga a mantener cerrados los ojos y a fingir que aún duermo. Dice amarme y le creo. Sólo me inquieta saber a quién mira cuando el sueño me vence de nuevo y caigo lentamente en sopor entre el vaho de sus suspiros y de sus susurros.

Wednesday, January 04, 2006

Reflejo insumiso I

Ahora te he desenmascarado y te usaré como esclavo
William Blake

Ni siquiera estoy seguro de cómo empezar. Lo razonable sería decir, llanamente, que mi reflejo cambió. Se trató, en un comienzo, de una variación mínima, imperceptible casi: la fosas nasales un poco más abiertas. Lo noté una mañana, mientras me rasuraba. No hubo susto ni preocupación. Pensé, tan sólo, en la vejez, en las maneras extrañas de la vejez y en cómo llega a nuestras vidas. Somos eternos en la felicidad, y una cana, una arruga, nos devuelven el tiempo y la muerte. No soy vanidoso, pero entiendo la vanidad como una conciencia extremada de nuestra fragilidad. Tampoco se piense que estas reflexiones me apesadumbraron el día. Comencé la mañana con esas ideas zumbando en la cabeza, y se fueron disipando poco a poco, cediendo al impulso de preocupaciones de mayor austeridad filosófica, como el trabajo, la cena y las compras.

En la noche de aquel día, y ya listo para acostarme, el reflejo distorsionado de la televisión hizo que me alarmara nuevamente. Corrí al baño para, en un espejo plano, contradecir esa impresión. No fue así. Ahí estaban. Los ojos, más claros, más grandes, me miraban con asombro. La nariz seguía creciendo. Aunque vagamente me reconocía en el reflejo, no era yo. Alguien hubiera podido decir “el parecido es asombroso”, o hubiera pensado en que yo y mi reflejo éramos gemelos, a los cuales se distingue por detalles. Pero esos detalles los vuelven personas distintas. Eso era lo perturbador.
Aquella noche no dormí. Me palpaba el rostro buscando, en la ceguera providente de mis dedos, la confirmación de mis facciones. De alguna manera sentía que yo me abandonaba. Puede ser exagerado, pero imagino que aquella sensación era semejante a la de quienes aseguran haberse visto morir durante unos segundos, justo antes de recobrar la vida.

Siguieron días pesarosos. Procuraba caminar con la cabeza gacha, rehuía los encuentros y evitaba mirar de frente a las personas, avergonzado por mostrar un rostro ajeno y mudable. Acudí a varios doctores y les expliqué mi mal. Inevitablemente me recomendaban amigos psiquiatras. Eludía los espejos, pero en el insomnio volvía a recorrer con las manos mi rostro hasta memorizarlo (quién sabe por qué confiamos al tacto la última certeza de realidad). En las raras ocasiones en que me observaba en un espejo, crecía mi ansiedad. La imagen ya no conservaba ningún parecido, y se había estancado en una apariencia mediocre, dejando de cambiar. De la sorpresa inicial y la vergüenza, pasé al miedo, cuando percibí que la imagen comenzaba a desobedecerme, actuaba con voluntad propia o movida por alguien más: gesticulaba teatralmente: a veces parecía parodiarme imitando grotescamente mis movimientos, pero en otras ocasiones mostraba emociones incluso contrarias a las mías. Temía, quizá como teme un entrenador a un perro que ya no acata sus órdenes, y que sin embargo es inofensivo. Decidido a enfrentarlo, comencé a actuar también ante el espejo, para ponerlo a prueba. No me sorprendió que un día el reflejo desapareciera. Yo, frente al espejo, sólo podía ver la escenografía que me rodeaba.